EL SUICIDIO VOLUNTARIO DE LA SOCIEDAD ESPAÑOLA
En mis recuerdos de infancia figuran con letras de oro aquellos amigos que soportaron estoicamente, con ánimo e incluso buen humor, las humillaciones varias con que se nos trataba en la calle, escuelas y colegios, institutos y universidad, aunque en ésta última no eran ya los catedráticos quienes demostraban su servilismo al dictador (los pocos que creían en la democracia, lo pagaron caro), sino una gente vestida de gris, montada a caballo (más nobles que sus jinetes, claro), que repartían porrazos con expresión sádica a quienes protestaban por los crímenes diarios del régimen, comandados por el asesino general Camulo Alonso Vega, el no menos homicida Fraga, el cara-de-obispo hipócrita Martín Villa, el secuestrador Barrionuevo, Corcuera el Voltio, o un estudiante dotado de sub-cociente intelectual notorio, como el actual titular de la cartera de Gobernación, digo de Interior.
Ya se ha popularizado la frase: “Eres como Rubalcaba, que no te enteras de nada”, para definir a quien, sin medir sus palabras, es capaz de dar por sentada la militancia y delincuencia de un ciudadano, culpándole de crímenes y pertenencia a banda armada, para luego queda en la mayor de las evidencias, o en el enorme ridículo que supone leer que el juez al que correspondió decidir la presunta culpabilidad de aquella persona, le dejaba en libertad sin cargos, por falta de pruebas. La presunción de inocencia no existe en las asignaturas que Rubalcaba ha aprobado.
Y eso es lo alucinante; que a ese funcionario y a su ejército mediático, compuesto por un enorme número de juntaletras (El País, la COPE , el Mundo, RTVE, etc.) no les importa que existan evidencias, porque la simple convicción personal de su Superior les basta para asegurar que un ciudadano es aquello que el titular de Interior decide, conculcando alegremente todos los principios que deben guiar la profesión periodística, barrabasada mil veces repetida, como se hizo últimamente con los procesados del caso Egunkaria.
Decenas de esos supuestos profesionales del rigor, la objetividad y la veracidad, condenaron previamente a los imputados (como ahora con un ciudadano llamado David Plá), pero cuando se ha demostrado la inocencia o decretada la libertad de los encausados, han sido incapaces de escribir ni una sola línea, pidiendo disculpas por su absoluta carencia de deontología profesional, comenzando por un tal José María Calleja, y siguiendo con la retahíla que forman (en pelotón y militarmente) reclutas entusiastas de la dictadura mediática como son Luis del Colmo, Ramón Pi, Luis Herrero, Curri Valenzuela, Román Cendoya, Manuel Martín Ferrand, Manuel Antonio Rico, Federico Jiménez Losantos, Isabel San Sebastián, Isabel Durán, Fernando Ónega, Germán Yanque, José Antonio Zarzalejos, Alfonso Ussía, y otros mamporreros de la monarquía, de menor renombre y miseria moral, que arremetieron, condenaron, vituperaron, insultaron e intentaron criminalizar a los procesados, hoy declarados inocentes de todo cargo. Todos los citados forman una de las más patéticas pruebas del entreguismo político y desvergüenza profesional; una demostración imperdonable de lo que nunca debe ser el periodismo.
Lo trágico de la maloliente transición no ha sido constatar esta clase de periodismo, la torticera ley electoral o la obsoleta e inútil monarquía, la violencia programada en las TV, las mentiras en la radio, la miseria moral en los diarios, sino la clase de sociedad que existe hoy en eso que llaman España. Una mayoría de ciudadanos sin criterio, complacidos ante la tortura, indiferentes ante las reivindicaciones de los trabajadores, defensores de la violencia policial, crispados ante una minoría que aún espera que la libertad aparezca por la puerta, cabreados ante la apertura de las fosas comunes del franquismo, aplaudiendo la condena sin pruebas, ignorantes voluntarios de los crímenes de la dictadura, o compulsivos consumistas que creen que la crisis se produce sólo en el terreno económico, mientras esa falsa virtud llamada caridad, amparada por una agencia publicitaria llamada Conferencia Episcopal, por la Iglesia Católica , cuyo jefe supremo ocultó durante décadas la pedofilia de sus esbirros, demuestra la inexistencia y perentoria necesidad de un verdadero sistema democrático.
Cuando un espasmo de la tierra asola una nación sumida en la miseria, que es paupérrima precisamente porque interesa a los dueños del mundo, el combate por la justicia se abandona y los ministros claman por las ayudas, para que la sociedad sienta que su conciencia mitiga su complejo de culpabilidad en la sonrisa de un niño enfermo, o apadrinando un esquelético recién nacido, entonces la humanidad camina hacia su propio muladar, empujada por el cobardía y la renuncia a degustar el sabor de un buen plato de democracia.
En este inmenso teatro de la hipocresía, sólo cabe una solución. La continua batalla de las ideas, la denuncia de los actores y productores del esperpento, la manifestación y lucha diaria contra la doble moral, el doble rasero y la miseria voluntaria de los llamados intelectuales del pesebre, esos que lavan su mala conciencia apoyando a un juez indefendible, porque jamás han osado señalar al auténtico culpable de que, ni las víctimas del franquismo, ni sus familias, todavía clamen por el respeto, reconocimiento y descanso que merecen.
Ni Almodóvar, ni el autor de La Romería , ni la torpe Pilar Bardem, ni el bravucón ex pensador Fernando Savater tienen arrestos para pedirle explicaciones al Borbón por su silencio. Los firmantes del apoyo a Garzón prefieren quedarse en el grito histérico, en tanto centenares de jinetes y lebreles del franquismo, agazapados en el Tribunal Supremo, el PP, el PSOE, los cuerpos de seguridad, la Zarzuela y la Audiencia Nacional , parecen divertirse diciendo: “Ladran, luego cabalgamos”.
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